E N D
Para ellos es salvaje la que no da su brazo a torcer. CHRISTA WOLF Medea Es extraño, señores jueces, se diría que ya me habéis juzgado otras veces. MARGARITE YOURCENAR Clitemnestra o el crimen
Prólogo Fuera de la ley Asesinas, respondo yo, una y otra vez, cuando me preguntan por el tema de este libro. Estoy investigando casos de mujeres asesinas. Y frente a mí, como un porfiado libreto, se desata la misma escena en cada ocasión. Hombres y mujeres fruncen el ceño, me miran afligidos, mueven sus cabezas de arriba abajo y aprueban mi decisión de encarar un problema tan urgente, tan terrible, tan común en América Latina. Es mi turno. El momento en que yo, letra por letra, debo corregir su equivocación y comprobar cómo la empatía se transforma en desaprobación y recelo. En lugar de escuchar la palabra asesinas, un extraño lapsus provocaba que muchos entendieran lo contrario: asesinadas. Superado mi desconcierto, este malentendido me permitió entender muy pronto un asunto fundamental: era más fácil imaginar a una mujer muerta que a una mujer que mata. Y no importaba si yo decía mujeres violentas u homicidas, el mismo desliz, más cultural que auditivo, conseguía borrar la imagen perturbadora de una mujer armada y reemplazarla por una desarmada y bajo tierra. Mujeres y asesinas eran verdaderos antónimos, palabras que juntas resultaban inaudibles, inimaginables, al punto de provocar desde curiosas sorderas hasta las más aterradoras fantasías: la aparición de brujas, medeas, vampiras, femmes fatales. Este lapsus, por cierto, no ocurre con la palabra asesinos y la buena audición tampoco parece ser la responsable. Las invisibles leyes del género
operan de manera soterrada, encauzando el guion de la violencia siempre en la misma dirección. Un hombre que mata, sin importar sus móviles o sus víctimas, sus armas o circunstancias, no pone en duda su masculinidad. Su acto de violencia es considerado siempre una posibilidad e incluso sirve para corroborar su estatus de verdadero hombre. Una mujer que mata, por el contrario, está dos veces fuera de la ley: fuera de las codificadas leyes penales y fuera de las leyes culturales que regulan la feminidad. Y esa doble transgresión, esa rebeldía duplicada, era la causa del decidor cortocircuito. Si yo quería escribir este libro, si mi propósito era recuperar casos emblemáticos de mujeres homicidas, sería necesario reentrenar el oído para escuchar el eco de sus disparos. ¿Pero por qué quería yo escribir este libro? ¿Qué me llevaba a merodear entre polvorientos expedientes y enfrentar miradas de sospecha y temor? En un momento en que el feminismo se ha tomado las calles para denunciar las dimensiones epidémicas de la violencia de género, el por qué escribir ahora sobre mujeres asesinas no es una pregunta trivial. No faltarán quienes estimen que esta publicación es un error. Un innecesario desvío hacia un tema minoritario cuando recién despierta una frágil conciencia sobre quiénes son las víctimas mayoritarias del machismo. Y también estarán quienes escarben en estas páginas en busca de una tramposa equivalencia entre la violencia sistemática que sufren las mujeres y otra que es, en los hechos, excepcional. No pretendo servir al objetivo de esos lectores. Mi intención no es quitar importancia a la alarmante recurrencia de los femicidios ni promover el asesinato como un arma en la lucha feminista. Las mujeres que matan son excepcionales y es preferible que sea así. ¿Por qué abocarme entonces a las perpetradoras? ¿Qué me atrajo de las homicidas? El impulso que detona un libro es siempre difícil de desentrañar.
Curiosidad, testarudez, morbo, deseo y rebeldía se entretejen, en la distancia, cuando pienso en los inicios de Las homicidas. A este intrincado origen se suma una intuición y una anécdota. Y empezaré por la primera. Se trata de una sospecha que me guio desde los comienzos pero que solo ahora, al final de un sinuoso recorrido, logré confirmar: recordar a las mujeres malas es también una tarea del feminismo. Y no me refiero al rescate de figuras injustamente perseguidas como las brujas que Silvia Federici salva de la hoguera de la ignorancia. Ni tampoco a la aguafiestas que Sara Ahmed revindica como la integrante más molesta y necesaria de la mesa familiar. Hablo, aquí, de verdaderas malhechoras, de asesinas confesas, de seres en el borde de lo irrecuperable, pero que son cruciales para un feminismo que busque abrir el abanico afectivo de mujeres y hombres. Hombres que ya no funden su masculinidad en la violencia y mujeres que puedan decir rabia sin perder su humanidad. La presión para que las mujeres seamos madres perfectas, hijas y esposas ejemplares y trabajadoras exitosas, ha alcanzado niveles insostenibles. El ángel de la casa de Virginia Woolf nos sobrevuela de cerca y arroja sus feroces demandas dentro y fuera del hogar. Resistir sus exigencias e interrogar sus intenciones es, hoy, un gesto de sobrevivencia. Preguntarle al ángel por qué debemos ser sacrificiales y pasivas, silenciosas y serviciales, y qué hay de malo en expresar nuestro enojo o frustración. Woolf propone, alevosamente, asesinarlo. Yo sugiero un mano a mano entre ese ángel y las homicidas. Frente a su mirada vigilante, propongo recobrar a quienes no fueron heroínas, a las delincuentes, a las presidiarias, incluso a aquellas que empuñaron un arma y dispararon a quemarropa. Ante sus molestas demandas, sugiero rescatar a un puñado de asesinas, mujeres extrañas, en las antípodas de Simone de Beauvoir o Amanda Labarca, cuyas vidas en nada se parecen a las de Flora Tristán o Mary Wollstonecraft, pero que
permiten comprobar lo que sucede cuando defraudamos las expectativas que penden como una invisible guillotina sobre nuestras cabezas. Sus crímenes, aunque perturbadores, son una ventana privilegiada desde donde observar cómo ha cambiado el significado histórico de ser mujer. Sus contradicciones y fracasos sirven como un espejo opaco donde ver reflejados sentimientos rara vez permitidos a las mujeres. Y por eso recordarlas, revivir sus actos y sus juicios, reconstruir las escenas de sus crímenes, es fundamental para el feminismo. Vernos en ellas, verlas en nosotras y pronunciar sus nombres sin temor: Corina Rojas, Rosa Faúndez, Carolina Geel y Teresa Alfaro. Las razones para enfocarme en estas cuatro mujeres son muchas: las armas que empuñaron en cada ocasión, apuntando contra niños y adultos, el impacto público de sus crímenes, sus sorprendentes condenas y el haber inspirado novelas, canciones, poemas, obras de teatro y películas. Podría haber incluido a otras, es cierto. A asesinas como la norteamericana Aileen Wuornos, inmortalizada en la película Monster, o como la condesa sangrienta Erzsébet Bathory, inolvidable gracias a la escritura de Valentine Penrose y Alejandra Pizarnik. O incluso a María del Pilar Pérez, cuyos múltiples crímenes le valieron en Chile el apodo de «la nueva Quintrala» hace menos de una década. Y, por qué no, podría haberme centrado en la vieja Quintrala, Catalina de los Ríos y Lisperguer, bautizada por la crítica Alicia Muñoz como «la madre perversa de la nación chilena», y acusada durante la Colonia de envenenar a su padre, ordenar la muerte de su amante y torturar y asesinar a numerosos esclavos. Preferí, sin embargo, seguir una ruta menos transitada. Quise ver y escuchar a mujeres comunes y corrientes, profesionales, proletarias, aristócratas y empleadas domésticas, cuyos crímenes ocurrieron en el Chile del siglo veinte, pero que me permitieron
escudriñar más allá de las angostas fronteras del país y de los pormenores de sus casos. Los crímenes perpetrados por Rojas y Faúndez, por Geel y Alfaro, provocaron en la sociedad chilena las más extremas reacciones: indignación, incredulidad, estupor, terror e incluso un elocuente silencio. ¿Era posible que asesinatos tan sangrientos hubieran sido cometidos por mujeres? ¿Se debía su violencia homicida a los avances del feminismo? ¿Es que las mujeres, al alcanzar la temida igualdad, matarían tanto como los hombres? Icónicos en la historia policial chilena, estos asesinatos ocurrieron en momentos clave del feminismo. O, tal vez, la lógica sea la inversa: cada estallido feminista contó con su asesinato ejemplar, delitos que servirían de chivo expiatorio para castigar a la mujer insubordinada. No es casual que el caso de Corina Rojas, ocurrido en 1916, coincidiera con los albores de la primera ola feminista; que el de la suplementera Rosa Faúndez fuera utilizado en 1923 para cuestionar las mortales consecuencias de la incorporación de las mujeres al mundo laboral; que el crimen cometido en 1955 por la escritora María Carolina Geel sirviera como excusa para debatir los peligros del feminismo tras la conquista del pleno derecho a voto; y que la serie de asesinatos descubierta en 1963 y protagonizada por la empleada doméstica María Teresa Alfaro, tuviera lugar en la década de la liberación sexual de las mujeres. Estos casos y sus representaciones, como anota con lucidez la intelectual argentina Josefina Ludmer, coinciden con irrupciones de las mujeres en la esfera pública y sirven para contener, mediante el castigo o el perdón, la ansiedad gatillada por los inminentes cambios a las estructuras de poder masculinas. A medida que avanzaba en esta investigación, mi labor se fue volviendo más y más difícil. Mis cuatro protagonistas iban perdiendo su halo de personajes míticos y se transformaban, poco a poco, en personas de carne y
hueso. Por momentos me parecían rebeldes y luego sumisas, primero locuaces, después cautelosas, frías y apasionadas. Las homicidas se sumergían en una marejada que yo debía aprender a navegar. Esa tarea me tomaría varios años. Un tiempo donde debí, en primer lugar, entrenarme en el arte de la sospecha. Tenía que dudar de la palabra de abogados y doctores, interrogar el sensacionalismo de los reporteros, desconfiar de las narraciones de las novelas y comprender que una pregunta, con frecuencia, es una velada acusación. Solo si dudaba de los emisarios de la ley, que a veces son jueces y otras artistas, podría, con un poco de suerte, escuchar las voces de las asesinas. Y esas voces, las de Corina y Rosa, las de Teresa y Carolina, estaban perdidas entre otras mucho más estruendosas: entre los veredictos de las sentencias, en las letras de las canciones y en las páginas de viejos archivos que nadie había querido revisar. Desenterrar esos archivos fue un desafío mucho mayor de lo que esperaba. Y un episodio de mi labor como improvisada detective me demostraría los obstáculos que debería sortear. En enero del 2015, bajo un inclemente sol de verano, me encaminé al Archivo Judicial para comprobar por mí misma que no había restos de los expedientes de las homicidas. Me habían advertido en la Biblioteca Nacional, donde había encontrado algunos periódicos antiguos, que era improbable, que no perdiera mi tiempo en ese edificio derruido y atendido por funcionarios hostiles y somnolientos. Pero yo suponía que muchas sentencias debían continuar allí y que, con paciencia, encontraría lo que buscaba. Casi tres horas esperé a que me atendiera el archivero. Y cuando apareció, arrastrando los pies desde la oscuridad de su oficina, comprendí algo que tan solo intuía. Le expliqué en detalle lo que necesitaba. Sonreí. Incluso lancé algún chiste para así ganarme su simpatía. Pero él, entrecerrando los párpados, me preguntó cómo podía saber, realmente saber, que yo no andaba a la caza de otro tipo
de documentos, de papeles delicados sobre tiempos que era preferible dejar atrás. ¿Qué tiempos?, fue mi pregunta. Y no le pareció necesaria una respuesta. Indagar en el pasado es un acto peligroso en un país fundado sobre un pacto de silencio. Ese pacto que promovió la impunidad y el miedo, que impuso más olvido que memoria y que, décadas después del fin de la dictadura, se encarnaba ahora en ese guardián. Siempre supe que ese pacto involucraba a militares y a civiles, pero desconocía su efecto corrosivo sobre el resto de la sociedad. Y aunque estas páginas no tratan sobre ese pacto ni ese silencio, aunque hurgan en otros recovecos de nuestra historia, sí revelan y quebrantan un secreto que también forma parte de ese país temeroso y amnésico. Chile quiso olvidar a Corina Rojas, a Rosa Faúndez, a Carolina Geel y a Teresa Alfaro. Quiso ocultarlas tras la gruesa cortina del amor, la pasión y los celos, hacerlas desaparecer tras la máscara de Quintralas y Medeas. Y yo, en estas páginas, quiero quitarles esa máscara de una vez. Ahora es el turno de una anécdota que más se parece a una confesión y que se entrelaza también con los orígenes de este libro. No hay, en mi familia, parientes que hayan protagonizado hechos de sangre, me suelo cubrir los ojos si aparece un cadáver en televisión y lo más cerca que he estado de una pistola es de un viejo trabuco (con una «c») que le regalé a mi papá como un guiño a nuestro apellido. Y pese a la distancia entre mi vida y las vidas de estas mujeres, entre mis muertos y sus muertos, entre sus condenas y las mías, aquí estoy, ante un manuscrito donde describo el filo de una daga, el efecto de un veneno y el estallido de un disparo, y la pregunta sigue ahí, revoloteando: por qué. Cuando era niña, en un momento ahora lejano y confuso, decidí que quería ser abogada. Creo que fantaseaba con defender los derechos
humanos o con que, yo, a mis tímidos siete años, lograría poner a los victimarios tras las rejas. No recuerdo haber tenido grandes dudas, y cuando al fin surgieron, insidiosas, ya era demasiado tarde. Sentada en el último pupitre de una gran sala de la Universidad de Chile escuchaba, entre bostezos, a un profesor hablar sobre la importancia de los plazos en el derecho procesal. Más fiel a mi testarudez que a mi deseo, resistí a esas clases y a otras peores y llegué sin aliento al final de la carrera. Me faltaba nada más que hacer la práctica profesional y jurar ante la Corte Suprema que desempeñaría honradamente mi profesión. Corría el mes de marzo cuando llegué al edificio de la Corporación de Asistencia Judicial. Subí las escaleras hasta el tercer piso y toqué a la puerta de una oficina. Atravesadas de lado a lado, dos largas mesas hacían las veces de escritorio común donde decenas de practicantes atendían a sus nuevos representados. La secretaria me indicó que entrara, confirmó mi nombre y me entregó una montaña de carpetas. Y como al pasar, como si se tratara de un asunto sin importancia, agregó: Mañana vence uno de tus recursos de apelación. No supe qué decir. Torpemente avancé hasta el único espacio libre, una silla frente a un enorme ventanal, y me desplomé. Esa noche, no dormí. Me preparé un termo con café y redacté palabra por palabra el recurso que debía presentar a la mañana siguiente. A primera hora me dirigí a la oficina, dejé el borrador sobre la mesa del abogado jefe y esperé a que lo firmara para llevarlo cuanto antes al tribunal. Media hora después, una voz seca pronunció mi apellido. Me paré de un salto, abandoné mi silla y caminé hasta su escritorio. Sobre su cabeza colgaba un diploma y a un costado un calendario indicaba el vencimiento de decenas de plazos. Estiró su mano y con su dedo índice le dio unos golpecitos al documento que me había mantenido en vela. Y sin alzar la vista, negando con un vaivén de su cabeza, disparó su veredicto: No estamos aquí para
escribir literatura. Un lápiz rojo había tachado párrafos completos, borroneado adjetivos y reemplazado mis palabras por otras que sonaban como el chirrido de cientos de uñas contra un pizarrón: vengo en redactar recurso, sírvase su señoría, excelentísima corte. Eran las palabras de la ley. Y yo debía memorizar sus reverencias si quería integrar el selecto grupo de letrados. Transcurrieron seis meses con una lentitud cruel, pero llegó el último día de mi práctica como abogada. Me faltaba solamente un rito, ese que para muchos es el inicio y para mí era el anhelado final. Recuerdo que escogí una chaqueta roja y que en mi bolsillo guardé un pasaje que me llevaría lejos ese mismo día. Pero aún más vivamente recuerdo mi alegría cuando alcé la mano y frente a ese grupo de jueces, rodeada de retratos de ilustres abogados, dije sí, sí, sí, mientras me prometía, en silencio, que nunca, jamás, volvería a pisar un tribunal. Mantuve mi promesa durante casi diez años. Y la rompí el día que comencé esta investigación. Temerosa, convencida de que me aguardaba alguna trampa, regresé a los tribunales de justicia, pero en lugar de someterme a sus reglas y rituales, vi ese espacio bajo una nueva luz. Un escenario trágico, donde se estrenan las más terribles obras y se definen los más dramáticos destinos. Volví a ver el estrado y al juez, vi a los defensores y al ejército de actuarios, observé la justicia ciega y su torcida balanza. Y solo bajo esa nueva luz o, acaso, esa nueva sombra, pude ver a estas cuatro mujeres más allá de su perfil criminal. Las vi de frente por primera vez y entendí que se situaban, como Medea y Lady Macbeth, como Medusa y La Quintrala, en un intersticio. Entre el mito y la realidad, entre el pasado y el presente, entre el derecho y la literatura. Las llamaría las homicidas, recobrando desde los códigos esa palabra condenatoria, homo —hombre—, caedere —matar—, ese delito indecible, impensable para una mujer, y
reviviría sus vidas y sus crímenes, y crearía ficciones y realidades, y escribiría con violencia sobre la violencia, con amor sobre el amor, con miedo sobre el miedo. Escribiría este libro contra el rojo de ese lápiz y contra todos los lápices rojos que insisten, hace ya demasiado, en demarcar para nosotras las estrechas fronteras de la ley. §
Poco antes de la medianoche del viernes 21 de enero de 1916, un niño de diez años llegó sin aliento hasta un cuartel de la policía en pleno centro de Santiago. Interrogado sobre lo que había sucedido el niño respondió, entre sollozos, que su padre, David Díaz Muñoz, yacía muerto sobre la cama. Los detectives se pararon de golpe y corrieron a la casa del menor. Y allí, abrazada al cuerpo ensangrentado y llorando sin consuelo, encontraron a una mujer: Corina Rojas, de 27 años. Así describe este episodio el informe policial de la época. Como revelan sus páginas, ahora corroídas por el paso del tiempo, la familia había cenado animadamente en compañía de un grupo de amigos. Tras la partida de los invitados, pasadas las once de la noche, David Díaz se retiró a su habitación, se acostó y se quedó dormido. Corina, mientras tanto, se acicalaba en el baño en compañía de una de sus empleadas domésticas. Solo al regresar al dormitorio encontró a su marido, de 62 años, herido de una puñalada en el corazón. «Horroroso crimen en Santiago», tituló al día siguiente el diario El Mercurio, pero fue Las Últimas Noticias, de perfil más sensacionalista, el periódico que inmortalizó en su portada este icónico asesinato: «El sensacional crimen de la calle Lord Cochrane». Un hematoma en la sien y una herida punzante en el pecho de la víctima permitieron a los detectives descartar un suicidio, por lo que enseguida detuvieron a los primeros sospechosos: las tres empleadas domésticas y los invitados a la cena. Uno a uno, sin embargo, fueron puestos en libertad. Mientras tanto, la viuda permanecía en su casa a salvo de todo tipo de rumores: pálida, muda y
víctima de desmayos, según los periódicos. Pero nuevos antecedentes no tardarían en aparecer: «hechos extraños para una sociedad respetable», insinuó El Mercurio, mientras que Las Últimas Noticias habló de «un ataque a los nobles sentimientos que son las bases del hogar». Ambos periódicos aludieron en sus notas a una «amistad íntima» entre Corina Rojas y su profesor de piano, Jorge Sangts. Una relación en apariencia irrelevante para las pesquisas policiales, pero que despertó suspicacias en el juez. En una iniciativa que causaría escándalo entre los reporteros, el magistrado decidió detener e incomunicar tanto a Sangts como a Corina. Y a su detención siguieron otras gestiones ávidamente registradas por la prensa: en la pensión donde se alojaba Jorge Sangts se incautaron numerosas cartas de amor y nada menos que las llaves de la casa ubicada en la calle Lord Cochrane 338. A estos hallazgos se sumaron dos notas anónimas recibidas por la policía y que sugerían la posibilidad de un crimen por encargo. Las notas mencionaban a dos nuevos partícipes: Alberto Duarte, un cochero de 31 años, y una empanadera de 83, de nombre Rosa Cisternas. Con Jorge Sangts, Corina Rojas, Alberto Duarte y Rosa Cisternas en manos de la policía, la investigación llegó rápidamente a su fin y los diarios divulgaron el siguiente relato: Corina Rojas llevaba doce años casada con David Díaz Muñoz al momento de perpetrarse el crimen. Según sus propias declaraciones, el suyo era «un matrimonio sin amor». Corina se sentía sola e infeliz, víctima de un marido avaro que la engañaba. Su dependencia económica y la ilegalidad del divorcio la mantenían atrapada entre los quehaceres domésticos e interminables disputas matrimoniales que habían mermado su frágil salud y su aún más frágil paciencia. En estas circunstancias y sin una aparente salida, Corina conoce a Jorge Sangts, un hombre apenas mayor que ella que se presenta a sí mismo como
profesor de piano y de idiomas. Rojas decide contratarlo como instructor, y entre clases particulares y largos paseos vespertinos, la pareja entabla una amistad que pronto se convierte en amorío. Tras algunos meses de encuentros furtivos y distraídas lecciones de música, el vínculo entre ellos se consolida y también la angustia de, en sus propias palabras, no verse libres. Y su ansiada libertad, en los albores del siglo veinte, solo se podía conquistar bajo una condición: la viudez. Con el propósito de acelerar la muerte de Díaz Muñoz y concretar su anhelo de estar juntos, Corina y el joven Sangts acuden a la casa de tres supuestas brujas. Las desconocidas les ofrecen pócimas y les enseñan extraños conjuros, pero nada es efectivo. Los inciensos y brebajes mantienen a David Díaz Muñoz perfectamente sano y a Jorge Sangts cada vez más empecinado en poner fin a su estatus de amante. No soporta que Corina siga casada con otro hombre y la pone ante una encrucijada: su marido o él. Desesperada, Corina le ruega hacer un último intento. Le dice a Sangts que ha escuchado rumores de una mujer que podría resolver sus problemas y le propone visitar, una calurosa tarde de enero, a la conocida bruja Rosa Cisternas, cuyos poderes garantizarían una pronta solución. En una pequeña casa ubicada en los márgenes de la ciudad, los recibe una anciana pobre y encorvada, con mala salud pero gran capacidad de persuasión. Rosa Cisternas escucha con calma el relato de Corina y le receta un sinnúmero de remedios y hechizos. Solo al cabo de varios fracasos y ante la insistencia de la infeliz esposa, le propone la salida más segura y eficaz: ejecutar el crimen a mano. Es Cisternas quien contacta entonces al cochero Alberto Duarte y todos juntos acuerdan un plan y un monto de dinero como recompensa.
Pasan algunas semanas hasta el 21 de enero de 1916. Corina regresa esa mañana donde Rosa Cisternas alterada por una nueva discusión con su marido. Le dice que no aguanta un segundo más, que quiere estar libre cuanto antes y que está dispuesta a todo. Y todo, para Corina Rojas, significa incluso matar. La bruja Cisternas la mira con atención. Comprende la urgencia. Y resuelve terminar de una vez por todas con la angustia de la esposa. A las siete de la tarde, en medio del alboroto de una cena, Duarte llega a la calle Lord Cochrane y aguarda pacientemente una señal. Se trata de una casona típica de la clase alta santiaguina: techos altos, un largo pasillo, pisos recubiertos de madera y un pequeño jardín. Junto a la ventana, el farol permanece apagado y desde el interior se escapan risas, el repicar alegre de las copas y las notas del piano que Corina entona para agasajar a sus visitas.
De pronto, una pausa. La puerta principal se entreabre. Alberto Duarte entra a la casa y es conducido por Corina al estudio contiguo a la habitación matrimonial, donde se esconde tras una gruesa cortina. Transcurren cuatro horas de espera. Corina, de cuando en cuando, constata que el sicario sigue escondido y lo exhorta, entre tragos de vermut, a tener valor y serenidad. Cerca de la medianoche, los invitados finalmente se despiden y Corina Rojas y su marido se retiran al dormitorio. Él se desabotona la camisa, se quita el pantalón, insiste en tener relaciones sexuales y Corina, poco después, abandona la habitación. A diferencia de otras noches, acude al baño en compañía de Victoria Granifo, su empleada de mayor confianza. Esta será su coartada y también la señal para el sicario. Cuando confirma que el marido ya está solo, Duarte sale de su escondite e ingresa al dormitorio de la pareja. Allí lo espera, a los pies de la cama, una carabina descargada. El violento golpe en la sien izquierda despierta a Díaz Muñoz, pero Alberto Duarte empuña una daga y la entierra con todas sus fuerzas. No hay gritos. No hay resistencia. Nada indica que se acaba de cometer un crimen. El asesino huye de la casa y arroja la daga en una acequia. Solo entonces Corina regresa a la habitación, sus gritos despiertan al hijo mayor y el muchacho corre desesperado a dar aviso a la policía. [Diario de la búsqueda] El nuevo edificio de los tribunales multiplica el paisaje desértico en sus espejos. Frente a él, como un persistente trozo del pasado, una casona de ladrillos y un viejo cartel indican mi destino. Es el último tribunal del antiguo sistema de justicia y creo que ahí, en algún rincón, podría encontrar lo que busco: la sentencia judicial contra Corina Rojas. Me acerco a la ventanilla y observo detenidamente a una mujer que revuelve su café con una cucharita. Cada órbita me hace pensar que también ella ha esperado aquí durante un siglo. No levanta la vista ante mi pregunta. Tan solo repite el año, ¿1916? Asiento. Le explico que todos han muerto. Que lo que busco es un caso histórico, cerrado. Ella niega con un gesto y pierde interés. Responde, ignorando mis protestas, que necesito un poder si quiero retirar un expediente. Corina debe resucitar, firmar un papel y darme acceso a este juicio que, al parecer, no ha terminado todavía.
Una vez que la policía detuvo a los principales sospechosos, Corina Rojas y Jorge Sangts protagonizaron una serie de erráticas confesiones y retractaciones. Durante las primeras horas, Corina negó todo vínculo con su profesor de piano. Que no lo conocía, dijo. Jamás había tomado clases de música y no sabía una sola palabra en otro idioma que no fuera el castellano. Pero un careo cuidadosamente preparado por la policía, donde fue enfrentada a decenas de cartas de amor escritas con su puño y letra, la forzó a desdecirse. Corina admitió entonces su infidelidad y se arrogó la autoría exclusiva del crimen. Declaró que su querido Jorge nada tenía que ver con el asesinato y que todo, todo, todo, había sido idea suya. Solo tras enterarse de que su amado Sangts no había vacilado a la hora de inculparla, Rojas revelaría la verdad: ambos habían planeado el asesinato, pero ella había participado únicamente movida por su amor. «Tal vez fui muy ambiciosa y amé demasiado», admitió ante los escépticos actuarios judiciales. El descubrimiento de una relación entre Rojas y Sangts sirvió de norte a la investigación y el juez se empeñó en escarbar detalles que le permitieran esclarecer el móvil del crimen. Su hipótesis parecía sostenerse: Corina deseaba matar a su marido para unirse con su amante y este, a su vez, quería que su vínculo con Rojas fuera exclusivo. Gracias a las pesquisas policiales y a las confesiones de ambos, la existencia del idilio quedó muy pronto comprobada, pero la búsqueda no se detuvo allí y reveló todo tipo de intimidades: el lugar donde los amantes habían tenido relaciones sexuales, si habían dormido alguna vez juntos en la casa, si Corina cohabitó con su marido la noche del crimen, y si había tenido otros amantes en el pasado. El comportamiento sexual de Corina Rojas sería atentamente examinado a lo largo del proceso penal, al extremo de transformarse en el punto decisivo del juicio. «No existe irreprochable conducta anterior», decretaría la
sentencia, «por cuanto antes de buscar la mano que debía quitarle la vida a su esposo, esto es, antes de intervenir en el delito por el que se la ha procesado, Corina Rojas habría cometido uno distinto: el de adulterio». El juez atribuye a la infidelidad de Corina un papel concluyente. La viuda aparece como sospechosa del asesinato solo una vez que su reputación como mujer y esposa es puesta en entredicho. La relación adúltera determinó su conducta homicida, parece decir el magistrado, y constituye un crimen anterior, que debe ser ponderado en el juicio. Por más anacrónico que parezca este razonamiento, su vigencia es asombrosa. El delito de adulterio fue eliminado del código penal chileno recién en el año 1994. De allí que las severas sanciones estipuladas a principios del siglo pasado no resulten tan sorprendentes. La ley castigaba entonces con hasta cinco años de cárcel a «la mujer casada que yace con varón que no sea su marido». Pero todo era muy distinto si ese delito era cometido por un varón. Para que la conducta adúltera fuera castigada en un hombre casado se exigía la concurrencia de otros factores. Tanto así, que el propio delito cambiaba de nombre: ya no se llamaba adulterio sino amancebamiento. Y para que el marido fuera condenado por este crimen no bastaba que yaciera con otra mujer, sino que debía tener «manceba dentro de la casa conyugal, o fuera de ella con escándalo». La máxima pena en este caso era de 540 días de prisión en lugar de los cinco años estipulados para la mujer por un delito ostensiblemente menos grave. Ahora bien, si idéntico crimen era cometido por la esposa, es decir, si ella tenía mancebo «con escándalo o dentro de la casa conyugal», las sanciones escalaban hasta alcanzar una de las más severas del ordenamiento jurídico: el destierro. El adulterio femenino, en su versión agravada, no solo era considerado inmoral, sino un acto contra la patria. Y su autora debía ser expulsada de las
fronteras del país para así restituir la honra de la «gran familia nacional», en palabras de la crítica Doris Sommer. ¿Pero por qué el adulterio era un delito femenino? ¿Qué llevó a los códigos a sancionar más severamente a las esposas que a sus maridos por idéntico comportamiento? Y más aún, ¿por qué la ley chilena, hasta 1953, permitió eximir de responsabilidad al marido que asesinara a su cónyuge si la sorprendía en acto flagrante de adulterio? La respuesta apunta a una arraigada idea del honor que mantiene una perversa actualidad. A diferencia de la honra femenina, que descansa en el comportamiento sexual de la mujer (en su abstinencia o su absoluta fidelidad marital), el honor masculino, o sea, su prestigio como verdadero hombre, depende en buena parte de la conducta femenina. La esposa, como sostiene la antropóloga Miriam Jimeno, representa siempre una amenaza latente para el marido, porque de sus acciones depende la reputación del esposo. De allí que la preservación de la fidelidad fuera una obligación que debía guardar la mujer, que podía incluso ser asesinada impunemente si era sorprendida in fraganti. Y esto Corina Rojas lo sabía a la perfección. «Aun cuando falté a mi marido», declararía, «no fui una mujer ligera. Guardé siempre muy severamente las apariencias. Nunca las personas que me conocían sospecharon nada». Pero descubierto el asesinato, su discreción perdería importancia. La trama de la mujer adúltera sería central en los argumentos de cada uno de los involucrados. Contradiciendo su primer testimonio, Jorge Sangts explicó a los integrantes del tribunal que él «hace mucho tiempo rechazaba a Corina Rojas», que ella lo asediaba y no a la inversa y que «Rojas tenía a la época del crimen otros amantes». Sangts retoma el argumento de la infidelidad y decide realzarlo como si él nada tuviera que ver con el adulterio. Y no se detiene allí. Tras sugerir que Corina veía a otros hombres con regularidad,
pide al tribunal que se pronuncie de manera clara «sobre cuál es el órgano atacado por la histeria en la reo Corina Rojas». Órgano, dice Sangts, apuntando a una reveladora etimología: histeria proviene del griego hystera —matriz, es decir, útero—. Lo que pretende Sangts es presentar ante el juez un caso de histeria, una sexualidad femenina fuera de control que le permita imputar a Corina Rojas como exclusiva responsable del crimen. Su estrategia es astuta: insistir en la transgresión sexual para profundizar en la culpabilidad de Rojas y argumentar a favor de su propia inocencia. Aún más extravagante resulta la defensa de Corina Rojas que, en lugar de relativizar la centralidad de la histeria, intenta utilizarla a su favor. Su abogado solicita al juez inquirir sobre «si las relaciones ilícitas de la reo con Jorge Sangts deben o pueden estimarse como vicio o como el resultado de la perversión moral propia de la histeria de que padece la primera». Y le pide que indague, además, en las «perturbaciones menstruales de doña Corina». La maniobra de Rojas y su abogado es fascinante: consiste, parafraseando a Josefina Ludmer, en torcer los estereotipos de género a su favor. Si las mujeres son criaturas irracionales, histéricas o perversas morales, no pueden ser responsables de sus acciones. Y sin responsabilidad, claro está, no puede haber castigo. [Diario de la búsqueda] Derrotada, abandono los tribunales y me dirijo a la Biblioteca Nacional. Pido los diarios de 1916, pero tras una o dos horas de lectura, la opacidad de los microfilms y la lúgubre luz del subterráneo me impiden seguir adelante. Me concentro, entonces, en una fotografía. Y la examino como si en ella se escondiera un secreto: los aros colgantes, la chaqueta al cuerpo, esa piel tan pálida contrastando con el negro de las cejas. Corina Rojas tiene el perfil redondeado de la niñez. Solo la pluma de su sombrero la hace ver mayor y de otro tiempo. Temo que nunca encontraré la sentencia judicial. Se han perdido documentos tanto más importantes en Chile. Los incendios, los terremotos, las convenientes inundaciones. Entonces, fugaz, se me ocurre una idea. En mi propio archivo, en la memoria de esos años en la escuela de derecho, aparece una palabra extraviada: indulto. ¿Y si Corina Rojas hubiera sido indultada? Devuelvo los microfilms y me hundo en los túneles del metro.
Si a inicios del siglo pasado las mujeres no tenían independencia en casi ningún ámbito de sus vidas, la esfera del crimen ciertamente no era la excepción. Al poco tiempo de descubierto el asesinato, el dúo compuesto por Corina Rojas y Jorge Sangts fue bautizado por la prensa como «verdadera pareja criminal». Ante la amenaza de un homicidio cometido por una mujer sola y como estrategia para mantener intacto el relato de debilidad y dependencia femenina vigente en esos años, la pareja sirvió como oportuno y tranquilizador suplemento. El movimiento feminista, en los albores del siglo veinte, vivía un momento fundacional. Las chilenas daban sus primeros pasos en el espacio público gracias a centros, ligas, clubes de lectura y sociedades que se creaban mes a mes. Estos avances, aunque tímidos, fueron observados con resquemor por parte de la élite política. Y el propio feminismo, acaso haciéndose eco de esos temores, se debatió entre un discurso reivindicador
de nuevos derechos y uno de defensa de los roles tradicionales vinculados al cuidado y la maternidad. No es extraño entonces que un asesinato planificado por una mujer generara preocupación entre algunas feministas. Y la hipótesis de la pareja criminal fue instrumental para diluir esas ansiedades. Por un lado, dio verosimilitud al homicidio (era impensable que una mujer sola ordenara un asesinato) y, por otro, contuvo la inquietud provocada por una mujer independiente y violenta. Corina Rojas, según esta lógica, no podía haber actuado sola. Distintas parejas se conformarían durante el juicio para desechar la posibilidad de una autoría femenina singular: Corina Rojas y su amante Jorge Sangts, Corina Rojas y la bruja Rosa Cisternas, Corina Rojas y el cochero Alberto Duarte. Estos dúos serían determinantes para quitarle poder a la homicida. Y la estrategia habría funcionado a la perfección de no ser porque las propias parejas, por sus peculiares características, agravaron la desobediencia de Corina. En la dupla formada por Rojas y Sangts, ella aparece una y otra vez en un rol ambivalente: a veces bajo la influencia de Sangts y otras dominándolo a él. Como mujer sugestionada, lo esperable hubiese sido que los medios la describieran como alguien forzada a participar en el delito y, por lo tanto, no como una verdadera transgresora. Y esto intentaría Rojas al afirmar que ella había sido inducida por Sangts, que recibió venenos de su mano y que estuvo nublada por su amor: «No soy una criminal, pero sí una desgraciada que, sugestionada por un amor maldito, me llevó al precipicio» (sic), sostendría Corina durante el juicio. Aprovechando esta oportunidad para relativizar la problemática autoría criminal de una mujer, la sentencia admite que la sugestión se produjo por «el gran cariño que le tenía» Corina a Jorge Sangts, pero, curiosamente, no le confiere efecto jurídico alguno. El tribunal, de hecho, no solo no
disminuye la culpabilidad de Rojas, sino que la sanciona con mayor severidad que a su amante. Y esto obedece a su transgresión anterior: el adulterio. Si la sugestión debía disminuir la responsabilidad de Rojas en el asesinato, el adulterio sirve para reponer su culpa y la urgencia de un castigo. Una culpa original (un pecado original) que opera como justificación de una pena agravada. El adulterio y no el asesinato le impide a Rojas ocupar el lado débil de la pareja. El rol poderoso al interior de la dupla no fue menos problemático. La sola idea de una mujer dominando a un hombre en el terreno de la violencia, cultural y simbólicamente masculino, causaba airadas reacciones dentro y fuera de los juzgados. «Una hiena de instintos amorales», diría la revista Corre-Vuela e incluso El Mercurio hablaría de Corina Rojas como la encarnación de «un chacal». En el lado fuerte de la pareja, Corina deja de ser una mujer y se convierte en una criatura insensata que no solo infringe las leyes penales sino los mandatos de pasividad y mesura impuestos por su género. Y deviene, así, en un animal feroz. Si la coautoría Rojas-Sangts ya desborda complicaciones, falta añadir aún otro ingrediente: la dupla está formada por una mujer chilena de origen incierto (algunos la llaman burguesa y otros apuntan a una raigambre campesina) y un hombre cuya identidad se volvió el centro de una inusitada polémica. Sangts había migrado a Chile cuatro años antes del asesinato y a su arribo no solo había alterado su residencia sino también su nombre y apellido. Se hizo llamar Jorge Sangts Frick y afirmó ser profesor de música y de idiomas, aunque jamás revelara qué lenguas e instrumentos dominaba. Este misterioso perfil permitió que al poco tiempo se codeara con la élite santiaguina, en la que tenía un lugar relevante el apellido Díaz Muñoz. Los diarios, cuidadosos de no herir sensibilidades, lo describen primero
como un joven alemán, profesor de piano, pero este lacónico perfil se transforma gracias a un insólito descubrimiento. La policía boliviana, luego de un requerimiento de la justicia chilena, envía un telegrama informando que Sangts se llama en realidad José Justino Gandarillas, que es nacional de Cochabamba, de madre boliviana y padre desconocido, y que huyó del país a causa de sus abultadas deudas. Con estos nuevos antecedentes, el tribunal rechaza la atenuante de buena conducta anterior y los periódicos, abandonando su concisión, comienzan a llamarlo «el falso Sangts». La revista Corre-Vuela incluso publica un perfil titulado «La doble personalidad», donde satiriza sobre el acusado: «Era como una moneda. Una moneda falsa. Sus amigos lo creen alemán “pura raza”. Muchos llegan a decir que es hermano de leche del Káiser. Para otras personas era un grandísimo pillo, un caften, un canalla, un estafador. Era un boliviano de cepa, sin padres conocidos. ¡A quién creerle!».
La connivencia entre Corina Rojas y este escurridizo personaje generaría tensiones inesperadas. La descripción de Sangts como pseudoeuropeo y pseudolatinoamericano (y, por lo tanto, potencialmente indígena) resonó con los orígenes del mestizaje chileno. Por un lado, con la migración selectiva y deseada de personas provenientes de Alemania para supuestamente mejorar la raza chilena y, por otro, con el mestizaje indeseado con lo indígena. En una de las caricaturas de la época, la mano blanca de Sangts sostiene la pluma y el crucifijo, simbolizando la civilización y el progreso, mientras la otra empuña un cuchillo y una calavera. Sangts, falso alemán, era moreno y boliviano y los periódicos se encargaron de realzar esa comprometedora identidad. Que Corina Rojas, una mujer chilena, vestida con ostentosos trajes y plumas y casada con un aristócrata de renombre, pretendiera reemplazar al marido en apariencia blanco y de clase alta por un inmigrante boliviano, acabaría por
perjudicarla. Fue sugestionada por Sangts (por sang, en francés, sangre), parece decir la sentencia, y, por esa insubordinación, ha de ser castigada de manera ejemplar. Ni la sugestión ni la unión de Rojas con una figura masculina sirven ya para contener su transgresión. Por el contrario, haber sido sugestionable por un hombre como Sangts parece agravarla. La infidelidad (la traición) sobrepasa en este punto la figura de David Díaz Muñoz y se extiende a todos los chilenos, evocando el fantasma del adulterio como crimen contra la patria. Y la identidad de esa patria es puesta en entredicho por una mujer insubordinada que le abre las puertas de su propia casa a un hombre extranjero. Rojas, en esta alianza, aparece como la integrante de una pareja altamente peligrosa. Y mientras Sangts es conducido tras las rejas, ella, Corina Rojas González, es condenada al paredón. [Diario de la búsqueda] Han pasado exactamente cien años, pienso, mientras un hombre casi tan viejo apoya sobre mi mesa un cuaderno con revestimiento de cuero. Estoy en el Archivo Nacional de la Administración, donde se conservan los decretos del poder ejecutivo. He pedido todos los documentos de 1916 a 1918 y a mi lado se apilan los libros en un carrito destartalado. El hombre me indica con un gesto que me ponga los guantes y yo acato su muda instrucción. Abro el primer cuaderno. Uno tras otro, pasan entre mis dedos los cientos de indultos que liberaron a hombres y, sobre todo, a mujeres. Las yemas de los guantes lentamente se oscurecen. Es una tarea interminable. Paso a otro cuaderno. A otro. Y otro más. Rojas. Rojas. Rojas. Me detengo. No puede ser. Inscrito en el óxido del papel, grabado con tinta azul sobre una hoja que algún día fue blanca, aparece su nombre. Releo: Corina Rojas. Una sentencia perdida durante cien años. Un siglo, pienso, y siento algo muy cercano a la felicidad.
La coautoría de Corina Rojas y Jorge Sangts en el crimen no fue la única que causó problemas. Aunque Rosa Cisternas es descrita someramente por el tribunal como «una mujer de 84 años, casada, de Parral, empanadera, analfabeta, primera vez presa», los periódicos se refieren a ella como bruja, una brujería asociada en Chile a su origen indígena. Desde la Colonia en adelante, la brujería quedó vinculada a una resistencia étnica frente al avance colonizador. Una resistencia que era condenada socialmente y que, según la antropóloga Sonia Montecino, convertía a la bruja en la supuesta responsable de todo tipo de infortunios, entre ellos, el mestizaje. Según este relato, mujeres blancas e indígenas conspiraban en ritos y ceremonias para estimular la pasión, y es precisamente el recuerdo de esos rituales el que revive con fuerza en la dupla Rojas-Cisternas. Dos mujeres de orígenes distintos, pero con un lenguaje común que provocaba desazón. Ante esta asociación perjudicial, Rojas reactiva su anterior estrategia. Señala que el crimen solo se produjo «debido a la influencia y presión que sobre mi debilidad de mujer ejercía la bruja Cisternas», perfilándose a sí
misma como verdadera mujer, débil y sugestionable, para quitarse responsabilidad. Y tal vez habría conseguido su objetivo si la alianza femenina hubiera sido menos poderosa. En la primera instancia del proceso se impuso la hipótesis de un crimen premeditado por las dos mujeres, lo que se tradujo en un castigo igualmente severo para ambas. Establecida esta coautoría, los diarios elaboraron el perfil de una pareja femenina con poder, con poderes. Y tal vez debido a la preocupante extensión de esos poderes, la pareja sería separada en la segunda instancia del procedimiento. Rosa Cisternas conseguiría en su apelación rebajar su participación a la de mera cómplice y Corina Rojas quedaría finalmente del lado fuerte de la dupla. Mejor una sola mujer con poder que una pareja femenina y poderosa, parece decir la Corte. En la sentencia definitiva, Rosa Cisternas fue condenada a ocho años de prisión, tras lo cual su abogado proclamaría, para alivio del público, que «sus poderes, en realidad, eran inofensivos». Quedaba por resolverse la participación de un último protagonista: Alberto Duarte. El dictamen judicial lo describe como un cochero de 31 años, analfabeto, conocido como El Negro Duarte, subrayando la distancia del criollo blanco encarnado por el marido. La prensa, en tanto, se refiere con ambigüedad a este personaje. «Un roto chileno escéptico, holgazán, aventurero», según la revista Zig-Zag, que luego elogia al rufián picaresco y oportunista calificándolo como «una especie de don Juan Tenorio de folletín […] un verdadero héroe popular». El roto Duarte aparece como el único capaz de neutralizar a la dupla femenina. Se deposita en él, la figura varonil menos problemática, el muchacho de sonrisa socarrona que posa ante los fotógrafos sin temor, la ejecución material del crimen, lo que permite tanto al juez como a los periodistas reafirmar una violencia presuntamente inscrita en la
masculinidad. Duarte, un hombre joven y fuerte, transgrede la ley penal, pero no las leyes de su género, y su sola presencia aplacaría la disrupción de una mujer que sí trasgredía ambos mandatos. Corina Rojas, por tercera vez, buscaría romper esta alianza. En su defensa reitera que Rosa Cisternas había contactado a Duarte por cuenta propia y que ella nada tenía que ver con el bandido, pero su estrategia fracasa de manera estrepitosa. Tanto Rojas como Alberto Duarte son condenados a la misma sentencia: la pena capital. Y aunque esto permitía asumir cierta equivalencia en su culpabilidad, su relación con el indulto será radicalmente distinta. La Corte de Apelaciones, adelantándose a un escenario donde los
abogados pidieran clemencia, decidió incorporar a su dictamen la siguiente nota dirigida al poder ejecutivo: Condenados a la pena de muerte Corina Rojas y Alberto Duarte […] ha deliberado el Tribunal sobre si éstos condenados parecen dignos de indulgencia y se consigna aquí el resultado de esta deliberación […] expresando que, en concepto de las infracciones, Corina Rojas no parece digna de indulgencia y que sería equitativo conmutar la pena de muerte impuesta a Alberto Duarte por la de presidio perpetuo. Dios guíe a Usted. La exhortación de la Corte es tremendamente paradojal. Aunque los condena a ambos como coautores del homicidio, decide separarlos en virtud de un criterio, por decir lo menos, problemático: si resultaban o no «dignos de indulgencia». Sin ofrecer argumento jurídico alguno o acaso reviviendo entrelíneas el imperdonable adulterio, la Corte deja a Rojas a un paso del paredón. Sugiere convertir a la protagonista del crimen de la calle Lord Cochrane en la primera fusilada del siglo veinte, revelando lo que verdaderamente se castiga en la mujer criminal y lo que no se puede perdonar jamás: su doble transgresión, penal y de género. [Diario de la búsqueda] La sentencia, en una caligrafía de otro tiempo (porque cada tiempo tiene su propia caligrafía), esboza la vida de una mujer. Su madre tempranamente muerta. Un matrimonio apresurado. Una década de infelicidad. A los 14 años Corina Rojas sufrió de una anemia severa. A los 15 conoció a Díaz Muñoz. A los 16 se casaron. A los 17 tuvo su primer hijo y su primer ataque nervioso. «Experimentó una sensación de angustia, de opresión, un estado vertiginoso y perdió el conocimiento». Cuando despertó, tenía 27 años, cuatro hijos y quiso cerrar los ojos otra vez.
El caso de Corina Rojas desbordó las páginas de los diarios, las fojas de los expedientes, las habladurías de una capital que apenas sobrepasaba las dimensiones de un pueblo e ingresó, muy pronto, al movedizo terreno de la ficción. Fue tal el impacto que provocó este asesinato que las producciones artísticas más populares de la época se hicieron eco del crimen. La cueca, cantada y bailada en ramadas y fondas, los contrapuntos entonados a dúo con un guitarrón, los folletos que se vendían a 80 centavos en las esquinas, la lira popular que se declamaba a viva voz en las calles y el biógrafo que tanto aterraba a las clases altas, todos quisieron decir una palabra sobre Corina Rojas. Esa palabra, para algunos, fue el amor. Para otros, el castigo. Y para unos pocos, el perdón. En un momento en que el movimiento de mujeres en Chile marcaba su presencia en la vida pública por medio de reuniones, manifiestos y nuevos conglomerados, e interrogaba el papel que debían desempeñar las mujeres dentro y fuera del hogar, el género romántico escogido por algunas de estas producciones culturales cumplió un papel disciplinador. El objetivo: devolver a Corina Rojas a su lugar. El medio: el lenguaje típicamente privado del amor, que permitía normalizar un crimen que había despertado fantasmas de brujas y mezclas raciales prohibidas. «Soñé encontrar en mi matrimonio esa anhelada felicidad que todas las mujeres persiguen al unirse eternamente a un hombre. Yo no encontré nada. El desaliento fue intenso». Así se inicia uno de los folletos de circulación masiva que niños y niñas vendían en las calles más transitadas de Santiago
en 1916. Se trata de El sensacional crimen de la calle Cochrane, redactado por V. D. R., en cuya portada, bajo letras rojas propias de un letrero de «se busca», aparece Corina Rojas ceñida por un ajustado corsé, con el pelo recogido y una mirada melancólica. A este texto siguieron otros firmados por L. J. L. y J. Aníbal Pinto, que emplearon fotografías y citaron notas periodísticas para dar verosimilitud a sus elucubraciones y que transitaron, además, por el mismo camino: el viejo libreto del amor.
Decir amor a la hora de describir un homicidio es una estrategia frecuente en asesinatos que involucran a una pareja. El amor y los celos han servido como eximente de responsabilidad en cientos de asesinatos perpetrados por varones contra mujeres. Basta recordar un fallo dictado en
Ovalle en el 2016 y que dejó en libertad a un hombre confeso de asesinar a su esposa con unas tijeras de podar esgrimiendo la infalible receta de celos, amor e infidelidad. Y en la vereda opuesta, es decir, en asesinatos perpetrados por mujeres, titulares como «Loca de celos», «Nuevo crimen pasional» o «Víctima de un amor maldito», siguen siendo lugares comunes en las crónicas rojas. Mientras en el primer caso el amor sirve para librar al asesino de sanción, en el segundo su rol es más simbólico: permite volver legible a la mujer asesina. Y eso es precisamente lo que ocurrió en el crimen de la calle Lord Cochrane. Aprovechando las parejas criminales formadas durante el juicio, estos folletos literarios se encargaron de poner a las duplas en acción. Corina Rojas es descrita en sus páginas como una mujer de «naturaleza ardiente e impulsiva», «un alma hambrienta de placeres» y «dominada por las pasiones». Y es su amor, desbordado y maldito, el signado como responsable de su comportamiento criminal. Enamorada, es decir, movida por un sentimiento natural en su sexo, Corina pierde su poder de amenaza. «No es ya la mujer altiva y energética de los primeros días, que niega, contradice y se defiende. No es ya esa mezcla extraña de valor y pasión, con tintes confusos de Quintrala, de Lucrecia Borgia, de Margarita de Borgoña y de Isabel de Inglaterra; es una mujer decaída, sobre la que parecen haber pasado largos años de vida y sufrimiento», describe con vehemencia uno de los folletos. En sus líneas se alternan dos perfiles de Corina: una mujer carcomida por el arrepentimiento y otra manipuladora y hasta monstruosa, evocadora de La Quintrala. Las similitudes con las descripciones emprendidas por el escritor e historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna son decidoras. Las primeras páginas de su obra más conocida, Los Lisperguer y la Quintrala, aludían exactamente a los mismos nombres que el folleto de
1916. Ya en 1877 La Quintrala era «la Lucrecia Borgia y la Margarita de Borgoña de la era colonial». Y esta repetición no es fortuita. Si Corina Rojas evoca a La Quintrala, y La Quintrala a Lucrecia Borgia, y Lucrecia Borgia a Medea: ¿hay una transgresora original? ¿Quién sería esa primera insubordinada? ¿La primera mujer? Como si pretendieran agregar nombres a una lista negra de mujeres malas, estos folletos incitan a una representación polarizada de la feminidad que mantiene su pernicioso vigor. También María del Pilar Pérez, la mujer chilena que contrató a un sicario en el año 2008 para asesinar a su exmarido, fue bautizada por la prensa como «la nueva Quintrala». Y la brasileña Adriana Cruz, condenada por asesinar a su hijo en Argentina, fue bautizada como Medea. La idea de una malévola genealogía femenina sigue vigente, y las
imágenes escogidas por la prensa para representar a Corina Rojas dan cuenta de esa operación. Vestida de negro, con guantes y la cara cubierta, Corina evoca en el cuerpo oculto a otras aterradoras figuras femeninas. En estas imágenes, impresas una y otra vez por los periódicos y revistas, aparece Corina Rojas, pero reaparece también, bajo su manto negro, la viuda negra (la araña mortal), la bruja, y una multitud de mujeres malas: Lucrecia Borgia, Medea, Medusa, La Quintrala. Esta representación fotográfica y narrativa busca hacer presente lo que no está. Comprime la distancia temporal, factual e histórica entre Corina Rojas y sus antecesoras y permite un complejo juego de espectros entre mito y realidad. A fuerza de repetición, se cristaliza en Corina Rojas la maldad y la brujería como atávica esencia de lo femenino. Y frente a este inquietante perfil, el amor entra en acción. «Una mujer que por su amor lo ha sacrificado todo, su honor, sus hijos,
su hogar […] esa mujer que por su amor ha llegado hasta el parricidio», dice uno de los folletos. El amor cumple el papel de normalizar a Corina Rojas: también ella, como todas, anhelaba el amor romántico. También Corina deseaba encontrar sentido en el amor. La protagonista de estos folletos encarna sentimientos tradicionalmente femeninos y abandona, así, el terreno de la transgresión. Y ya transformada, convertida en una mujer normal, una mujer enamorada, incluso su descripción física se altera. «El color cetrino, la mirada baja y apagada», ya nada tiene que ver con los «ojos que despedían reflejos sangrientos», «los ojos negros, vivos» descritos al inicio del relato. Los folletos explotan el tradicional lenguaje del amor, la mirada, y los ojos de Corina se vuelven la zona privilegiada de su redención. Son, como afirma la crítica argentina Beatriz Sarlo, el punto nodal del enamoramiento (el amor ciego) y del castigo (la justicia ciega). La mujer es simbólicamente castigada por mirar y su mirada, por lo tanto, debe transformarse. A través de sus ojos (espejo del alma), el relato se encarga de convertir a la criminal en otra mujer: una que ahora «llora su culpa» y a cuyos oídos «llega pavoroso el chirrido de los cerrojos». [Diario de la búsqueda] En un cuadernillo pequeño, escrito a máquina y cosido con hilo gris, leo el informe médico de esta mujer. La examinaron cuatro doctores: Orrego Luco, Lea-Plaza, Letelier y Muñoz Labbé. Le indicaron que se recostara sobre una camilla y Corina obedeció. Le dijeron que abriera la boca y Corina Rojas abrió la boca. El dedo pulgar de Orrego Luco recorrió el surco de su paladar. Enseguida, dos manos acercaron una huincha. Primero le rodearon el cráneo y después midieron sus brazos, desde el borde de su hombro hasta la punta de las uñas. Calcularon la distancia entre el arco de sus cejas y el nacimiento de su pelo. Examinaron, detenidamente, los agujeros de su nariz y el filo de sus dientes. Una secretaria tomaba notas en una máquina de escribir y rellenaba este informe que ahora tengo frente a mí: «signos de degeneración», «bóveda palatina excavada», «adherencia al lóbulo de las orejas». Los médicos encontraron en el cuerpo de Corina exactamente lo que buscaban: el cuerpo del delito.
El amor no fue la única herramienta utilizada por las producciones artísticas para resistir la amenaza de una mujer asesina. Otra estrategia, la más obvia de cara al juicio, sería el castigo. Cuando faltaba apenas un mes para que Corina Rojas y Alberto Duarte fueran condenados a la pena capital, el cineasta italiano Salvador Giambastiani terminaba de producir el que muchos consideran el primer largometraje en la historia del cine chileno: La baraja de la muerte o el enigma de la calle del Lord (1916). A más de cien años de su rodaje, no hay registro de la cinta original, pero la investigación emprendida por el académico Jorge Iturriaga ha rescatado importantes datos sobre ella: se trató de un filme mudo, producido por los empresarios porteños Colombo y Malfatti, con guion del poeta colombiano Francisco de Alas, protagonizado por Palmira Fernández de Ubilla y basado en el asesinato de David Díaz Muñoz. En agosto de 1916, apenas siete meses después de perpetrado el crimen, la prensa anunciaba el «grandioso estreno» de la «primera película nacional», descrita como una obra «de argumento policial [que] tiene por base uno de los dramas más sensacionales que han ocurrido entre nosotros». También el cine quiso participar de las reverberaciones del crimen. Sin embargo y pese a las altas expectativas, la película no pudo ser estrenada en la capital. El primer largometraje chileno sería también el primer filme nacional objeto de censura.
El cine, llamado biógrafo en aquellos años, era muchísimo más barato y más popular que el teatro. Había llegado a Chile apenas ocho meses después de la proyección de la primera película en París en 1897 y era visto con suspicacia por las élites santiaguinas. La alarma apuntaba al origen extranjero de la mayoría de los filmes en años de exaltación nacionalista y también a su supuesta vulgaridad. La proliferación de películas de género policial acentuó esta inquietud y la solución a estos problemas se buscó en la censura. La Municipalidad de Santiago fue la encargada de ejercer como órgano censor y su moralista normativa estableció el camino que se debía seguir ante casos problemáticos. La traición a la patria jamás, bajo ninguna circunstancia, podía ser exhibida en la gran pantalla, aun cuando el filme incorporara un castigo para el traidor, mientras que las escenas de delito podían ser exhibidas siempre y cuando la propia cinta contemplara una sanción para el transgresor. ¿Qué ocurrió entonces con La baraja de la muerte? ¿Es que la Corina ficcional no fue castigada en la pantalla? ¿Es que su insubordinación no contempló sanción suficiente? La Municipalidad eludió pronunciarse sobre este punto y aclaró que, faltando apenas un mes para la dictación de la
sentencia judicial, la proyección del filme podía incidir en el resultado del juicio y era preciso garantizar la independencia de los tribunales. Un argumento dudoso, que no convenció al director ni a los indignados productores de la película. En un momento en que el cine inscribía las primeras imágenes de lo que era y lo que debía ser la nación chilena, en que diversos hitos de la historia nacional como la Guerra del Pacífico fueron utilizados para legitimar esta forma de arte frente a sus tenaces detractores, exhibir un asesinato protagonizado por una mujer era, simplemente, una transgresión intolerable. ¿Qué dice de la nación y de las mujeres de la nación un filme como La baraja de la muerte? La respuesta del órgano censor fue contundente: nada que deba decirse. Lo fascinante es que mucho antes de la filmación de esta película el dudoso prestigio del cine ya hubiera formado parte de la biografía de Corina Rojas. En febrero de 1916, mientras la policía investigaba el asesinato, un grupo de médicos evaluó el estado mental de Corina con la intención de decretar o no su locura. En su informe, los facultativos se refieren con inopinado entusiasmo a la relación de Corina con el cine: «frecuentaba los biógrafos donde se representaban melodramas en que figuran los raptos, las seducciones misteriosas y a cada paso se mezclan y confunden los amores y los crímenes», anota un médico visiblemente preocupado. «Se complacía en esa atmósfera de una fantasía sentimental que perturba completamente los espíritus sin criterio y los hace mirar como posible y verosímil en la vida real», agrega otro. Y concluyen, con toda certeza, que «la frecuentación de los biógrafos ha contribuido por lo menos a preparar el terreno para la extraordinaria credulidad de que a cada paso nos da prueba en el desarrollo de su historia». Corina adoraba ir al cine. Anhelaba la oscuridad de ese gran salón y el reflejo de la luz sobre los perfiles de los demás espectadores. Y esas
sesiones solitarias, donde se permitía soñar con otro final para sí misma, la contaminaron de manera irreversible. Ir al biógrafo, plantean los médicos, ver películas donde el amor se confunde con el crimen, fue el terreno que hizo posible el adulterio y, con el adulterio, el asesinato. Como una nueva Madame Bovary, Corina Rojas también intenta huir de una realidad agobiante y monocorde. Pero, a diferencia de la figura ficcional, Rojas ya no lee novelas románticas. Según el mismo informe, Corina leía poco. En su lugar acude al cine todo lo que puede, cada vez que se estrena un nuevo filme, para buscar en el brillo de la pantalla el ideal de amor que debía darle sentido a su vida y que ella no había encontrado en su matrimonio. Iba al cine como una forma de satisfacción vicaria o, en palabras de la norteamericana Janice Radway, como una adaptación al descontento. La influencia del cine sobre la criminal sería determinante en el informe médico e inspiraría, además, otro de los ecos culturales de este crimen. Casi cuarenta años después del asesinato, el escritor chileno Carlos Droguett publicó 60 muertos en la escalera (1953), un libro que transita entre la novela y la crónica y que retoma, como una singular digresión, el caso de Corina Rojas. Aunque la novela se centra en la matanza de un grupo de jóvenes del Movimiento Nacional-Socialista chileno ocurrida en 1938, Droguett incorpora un largo paréntesis donde un policía rememora el asesinato de la calle Lord Cochrane y a su bella antiheroína. El corazón es el foco de este episodio de la novela, poblado de alusiones típicas del lenguaje del amor: «Y en la ciudad, en una sosegada casita de la calle Lord Cochrane, también habría un muerto, un muerto especial, un muerto para el corazón de Corina», escribe Carlos Droguett. En esta sección, el libro no se aleja del tono melodramático de los folletos de principios de siglo. Corina es descrita como una mujer «calentadora», «con grandes ojos lejanos», «pobre,
sentimental y sensual», y el corazón late en el centro del episodio: «herida en su corazón», «corazones abiertamente primitivos y sentimentales como el de Corina», «volaba un ángel trágico hacia el corazón de Corina». Pero Droguett incorpora un elemento literario a su reconstrucción del crimen. Su Corina Rojas ya no va al cine, como ocurrió en la realidad, sino que lee compulsivamente. Y como Emma Bovary, no lee cualquier cosa. Mañana, tarde y noche se sumerge en la lectura de folletines románticos, los mismos que se inspirarían en ella tras el memorable asesinato. Carlos Droguett, al igual que los médicos que la examinaron durante el juicio, insinúa una complicidad de Corina con su propio destino trágico. Plantea, con ironía, que la autora del crimen se contaminó al leer esos folletos que presentaban una irrisoria idea del amor. Creyó, la inocente Corina, que algún día protagonizaría un verdadero romance. Y, en los ecos culturales, eso fue lo que ocurrió. El poder de las producciones artísticas y literarias estuvo en el centro de este caso. Así como el libro de Carlos Droguett sugirió que la lectura de folletines había influido en el asesinato narrado en su novela, y los médicos, durante el juicio, afirmaron que ver películas determinó la conducta homicida de Corina, el órgano censor sostiene que el filme La baraja de la muerte, protagonizado por una Corina Rojas ficcional, podría influenciar a futuras Corinas Rojas. La censura, entonces, toma otro cariz. Si faltaba apenas un mes para la dictación del fallo que condenaría a la Rojas real a morir fusilada: ¿cómo castigaría la película a la Corina Rojas ficcional? La pregunta, como refleja un famoso juicio del pasado, no es en absoluto caprichosa. El formidable poder de la ficción fue el centro del debate en 1857, cuando el fiscal Ernest Pinard acusó al escritor Gustav Flaubert y, en particular, a su novela Madame Bovary, de ser una afrenta a la decencia y a